29 de octubre de 2017

VI. El mensajero (I)

Muchos son los sucesos heroicos y gestas individuales que se realizaron durante la Guerra de la Independencia contra la Francia de Napoleón, conflicto que por otro lado fue crudelísimo. Este relato histórico en dos partes cuenta la hazaña de uno de aquellos protagonistas, un anónimo soldado que no aparecerá en ningún libro de historia, pero cuya misión estuvo a punto de cambiar el destino de la guerra.  Sin embargo, el lector debe permanecer atento, ya que no todo es lo que parece...



Assaut du monastère de San Engracia, L.F. Lejeune.


El caballo cabalgaba con velocidad, haciendo rebotar con rítmica cadencia el zurrón de cuero en el costado de Gonzalo. El viento gélido de Diciembre le azotaba el rostro, haciendo salir lágrimas de sus ojos, que se secaba con el puño de la casaca blanca del Regimiento de Voluntarios de Castilla. La lluvia calaba su capote, empapándole la espalda y chorreando por la caña ya colmada de sus botas de montar, helándole hasta el mismo tuétano de los huesos. Pero no había un solo segundo que perder. Las palabras de su capitán resonaban con un eco de urgencia en su memoria: “Gonzalo, es cuestión de vida o muerte. Debes hacer llegar el mensaje de socorro a la Junta Central de Sevilla. Toda la guerra depende de tu mensaje. No puedes perder ni un segundo”.

El día veintiuno el ejército de Lannes había rodeado Zaragoza, y había ocupado las zapas que ya se habían excavado en el verano, cuando los franceses intentaron el sitio por primera vez. Pero en el interior los defensores prácticamente igualaban a los atacantes, y el general Palafox ofrecía con su propia presencia la promesa de una victoria segura. La resistencia de la ciudad estaba garantizada, pero Napoleón en persona se encaminaba ahora hacia Andalucía, el último reducto de resistencia, y era necesario dar aviso de que ninguna tropa podría acudir en ayuda desde el frente del norte. Con el ejército español deshecho en Somosierra y Uclés, la resistencia en Sevilla parecía la última alternativa.

Gonzalo estaba extenuando, pero no era momento de detenerse. La necesidad era tan urgente que no había tenido más remedio que cabalgar hasta el límite de sus fuerzas, y las de su montura. El caballo de correo con el que salió de Zaragoza murió cerca de Calatayud, cuando el corazón le  estalló dentro del pecho. En esa ciudad, ocupada por un piquete francés, los vecinos le habían escondido y ofrecido un nuevo caballo. El animal era algo escuálido, por culpa del hambre que aquejaba a bestias y hombres por igual fruto de las privaciones de la guerra; pero estaba habituado a las pesadas tareas propias de un animal de carga, y respondió obediente e impertérrito a los taconazos del soldado. Más adelante, en Sigüenza, tuvo que abandonar a ése también, al salir corriendo a toda prisa de la posada donde cenaba, ya que dos oficiales de caballería franceses habían reconocido las insignias de su uniforme bajo el embozo del capote.

Aquella había sido la última comida caliente que tomara, y hacía cuatro días de eso. Con la prisa de la huida había montado el primer caballo que encontró en las caballerizas, pero la fortuna quiso que resultara ser un purasangre destinado al servicio de postas. La bestia estaba acostumbrada a correr, y a veces al trote, a veces al galope, no se habían detenido a descansar más que una vez, cerca del castillo de Belmonte, cuando creyó haber despistado a los franceses que le perseguían. El resto del tiempo había tenido que dormir sobre el caballo, dando cabezadas mientras el animal trotaba cansinamente. La premura apenas le permitía comprobar sus progresos para tratar de perder a sus perseguidores. Sin embargo, mientras atravesaba las crestas boscosas de la serranía de Cuenca pensó por un tiempo que les había dejado atrás, pero desde lo alto de una cima pelada pudo observar con disgusto cómo los dos franceses, húsares con gorros de pluma roja y uniforme azul, le seguían en la distancia sin perder el brío. 

La necesidad de cumplir las órdenes y entregar el mensaje era acuciante, por lo que no podía mantener aquella exasperante persecución eternamente. Cuando abandonó la relativa seguridad de las montañas, decidió que antes de poder continuar su ruta hacia el paso de Despeñaperros era necesario despistar a aquellos franceses definitivamente. Tras descender de la serranía, tomó rumbo oeste en dirección a las llanuras de Ciudad Real. Allí, el clima había jugado a su favor, y la tormenta que embarraba los caminos estaba ayudando a confundir las huellas de su paso. Gracias a ello había perdido de vista a los jinetes el día anterior. Pero aquel territorio desolado apenas ofrecía algún refugio, y en el llano no podría pasar desapercibido para sus perseguidores por mucho tiempo. Gonzalo necesitaba buscar cobijo de aquella maldita lluvia, algún sitio que además le sirviera de escondite, con la esperanza de poder quitarse de encima a esos franceses.

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