16 de julio de 2018

La búsqueda del Unicornio (II)

En esta segunda parte del relato, el buscador del Unicornio consigue un extraño acompañante a su aventura en el interior del Bosque Innominado, donde podrá comprobar el alcance real de la magia de ese misterioso animal.

A. Carracci, Virgen y Unicornio.

Con la cortina del Bosque Innominado de fondo, el Bibliotecario encontró en un cruce de caminos a un bruto vestido con piel de animal y una cota de malla que se estrechaba sobre sus grandes músculos. Estaba sentado en una zanja al lado del camino con los pies estúpidamente hundidos en el agua fangosa del fondo. Era el escolta perfecto. El Bibliotecario se aproximó a él y le ofreció trabajo. Aquel bárbaro se irguió lentamente. Su figura alta y de hombros cargados reflejaba una piel ajada y endurecida por el paso del tiempo, áspera y cuarteada como la corteza de un árbol. El mago frunció el ceño ante aquel guerrero imponente, que salió del lodo de la zanja y dio unos pasos hasta ponerse tras él, cruzando los brazos sobre su poderoso pecho. Aunque no había mediado palabra ni dado muestra de acuerdo, el Bibliotecario concluyó que aquel bruto había aceptado su trabajo.
Echaron a andar hacia la linde del bosque cuando el atardecer brumoso llegaba a su final. Aquel bosque era tan antiguo y amenazador como ningún otro en la elipse plana del Mundo. Su linde surgía abrupta en mitad de la llanura. Los árboles crecían tan juntos y gruesos que asemejaban una muralla de corteza y musgo. Tuvieron que caminar un largo trecho hasta que encontraron un espacio entre aquellos árboles pero, a la luz que arrojaba el  cayado del mago, apenas resultaba una grieta que asemejaba la garganta oscura de una gruta subterránea entre aquellas columnas inmensas, como talladas en roca.
Quizás por primera vez en su vida, el Bibliotecario sintió miedo, y decidió que sería mejor entrar en aquel bosque primordial a plena luz del día. Ordenó al bárbaro que recogiera leña para el fuego, pero éste quedó de pie frente a él sin mover un músculo ni pronunciar palabra. El Bibliotecario se preguntó qué pasaría por aquella obtusa mente, y tras maldecirle, no tuvo más remedio que encender un fuego de magia azul, que no daba calor, pero iluminaría su frugal cena. Sentados el uno frente al otro, el Bibliotecario consumió su magro alimento, y el bruto le observó con seriedad sin apartar la mirada. Después el mago se acostó, y sólo después de que hubiera cerrado los ojos, el musculado gigante hizo lo mismo.
El amanecer no trajo mucha más luz ni más calor que la noche. El sol se alzó desde las lejanas montañas del Este pero, a través de la gasa de niebla alta de aquella zona de los ríos, apenas se veía como una bola opaca y mortecina. Contrariado por su propio impulso de temor, el Bibliotecario encabezó la entrada por la estrecha senda del bosque, con su mudo guardaespaldas a pocos pasos tras él.
Caminaron durante toda una jornada sin pronunciar palabra. Tampoco escucharon el canto de ningún pájaro o el rebullir de algún animal del bosque. El silencio era sobrecogedor, casi podía palparse. Entre aquella semioscuridad y silencio, la visión de las hileras de troncos apretados se confundía con los bordes recortados de formaciones de roca basáltica. Aquellas galerías se extendían interminables y monótonas, y casi se podía experimentar la sensación de permanecer en el mismo sitio. Las horas se alargaron en aquella caminata hasta que un aumento de la oscuridad del entorno indicó que habían cumplido una jornada entera de camino. La segunda noche volvió a haber fuego azul, pero el Bibliotecario no probó vocado: su estómago estaba cerrado con un nudo desde el momento en que puso un pie en aquella galería infinita y extraña. El bárbaro, por su parte, no había comido ni bebido nada desde su encuentro, pero no dio ninguna muestra de hambre o fatiga. 
Aquella soledad pronto comenzó a hacer mella en el Bibliotecario. El desasosiego provocado por una indeterminada sensación de peligro le envolvía con la misma aspereza que los muros de madera y musgo de aquella gruta boscosa. Poco a poco comenzó a escuchar un murmullo sordo que antes había tomado por el silencio. Este sonido informe parecía emerger de las propias paredes, del suelo, de las lejanas bóvedas nervadas de ramas en lo alto e incluso de su bárbaro acompañante. Cuando prestaba atención o dirigía la mirada hacia su lugar de procedencia, el extraño sonido paraba. El Bibliotecario temió estar perdiendo el juicio. Pronto comenzó a notar un ligero escozor en los ojos y un hormigueo en la punta de los dedos. Era la fuerza del éter que, al condensarse entre aquellos troncos, rezumaba como una neblina azulada que se removía entre los pies al caminar. Su densidad era tal que el mago podía sentirla como una fuerza agotadora contra la que luchar a cada paso que daba.
En aquella semipenumbra continua el Bibliotecario no sólo perdió la noción del tiempo, sino también de la realidad. Para alejar sus fantasmas entabló conversación con su bárbaro acompañante, si bien ya había supuesto que no podía esperar ninguna respuesta de aquel bruto. Comenzó hablando de simplezas y tonterías, y al principio se sobresaltó al oír su propia voz rebotando entre las paredes y bóvedas arbóreas. El bárbaro no respondió a ninguna de sus preguntas asertivas, pero por alguna razón pareció acercarse más a él e inclinar un poco la cabeza, como si estuviera escuchando.
A lo largo de aquella desesperante y monótona caminata, el Bibliotecario fue tomando mayor confianza con su mudo interlocutor. Le habló de su juventud como acólito. Le contó cómo había conseguido deshacerse de los otros aprendices a través de desafortunados errores de laboratorio y accidentes provocados por hechizos mal invocados. En otra nueva jornada de marcha por aquel pasillo monótono e infinito, relató con orgullo cómo consiguió hacerse con la Torre y la biblioteca de su maestro cuando pronunció sobre él un hechizo de olvido mientras éste, descuidado, dormía en su cámara. El atento silencio del gigante, que ahora se detenía a trechos para escuchar mejor sus hazañas, le espoleó aún más, por lo que acabó relatando sus múltiples experimentos en sus largos años de Bibliotecario. Finalmente rompió su última barrera de desconfianza y le confesó sus averiguaciones respecto al fabuloso Unicornio.
- Muchas son las tonterías que he tenido que oír, pero de la boca de aquel ciego imbécil pude entrever la verdad: la fuerza mágica del Unicornio le confiere una especie de instinto profético, y por ello se oculta de todo aquel que pretende dañarlo. Ése es el motivo por el que nunca nadie ha podido matarlo, que se sepa… La leyenda de la doncella púber que puede engañarlo permitiendo que duerma en su regazo es una estupidez; pero toda leyenda guarda un deje de verdad. Ésta en concreto nos dice que, si deseas capturar al Unicornio, no debe conocer cuál es tu intención. ¡Por eso tú me acompañas, amigo cabeza de chorlito! ¡Ambos vamos a conseguir lo que nadie ha conseguido jamás!
La atmósfera de intimidad provocada por la oscuridad imperante y la neblina que se arremolinaba en torno a ellos le impidió darse cuenta de su error. Tras lanzar una carcajada rasposa y aguda, proferida por una garganta que había olvidado como reír, el Bibliotecario cayó repentinamente en un profundo letargo. 
Cuando despertó se sentía dolorido y desorientado, con sus sentidos embotados y una fuerte sensación de latido en las sienes. Apenas podía entrever la estrecha gruta que le rodeaba entre los anillos de niebla. Se levantó despacio mientras en su cabeza resonaban con arrepentimiento sus últimas palabras. No era capaz de discernir cuánto tiempo había yacido tumbado, y no recordaba haberse acostado o haber tenido sueño.
Su guardaespaldas no estaba. El Bibliotecario se levantó con dificultad mientras sus articulaciones crujían como ramitas secas al romperse, y miró hacia delante y hacia atrás. Aquel inmenso botarate había huido, probablemente después de conocer su verdadera misión. Se maldijo una y otra vez, maldijo a aquel bárbaro, maldijo el cielo y la tierra, y maldijo aquella gruta monstruosa de oscuridad y niebla. 
Miró a su alrededor. Aquella galería se extendía infinita en ambas direcciones. El miedo le atenazó el corazón y sintió cómo el peligro se cernía sobre él. La niebla había espesado y le llegaba a la cintura. Era tan densa que parecía casi líquida. Asió su vara con fuerza, y después de dudar sobre la dirección por la que habría huido el bárbaro, se puso en marcha con paso desconfiado, mirando de reojo a su espalda.
De pronto el Bibliotecario trastabilló y cayó rodando hasta un calvero circular, cuya pared irregular, como troncos enhiestos, parecía tallada en roca viva. Un haz de luz iluminaba el centro de la estancia. Bajo él, flotando en su centro, giraba despacio un objeto. La mirada del Bibliotecario quedó atrapada en aquella figura. Parecía una roca, redondeada, algo más pequeña que una cabeza. Su forma comenzó a definirse aún más: resultaba un corazón, blanco como nácar, atravesado por un eje… Un eje que no era otra cosa que el cuerno en espiral de un Unicornio. ¡El corazón y el cuerno de un Unicornio! La Piedra Filosofal de la alquimia, la verdadera Quintaesencia de la Magia.
Hiptonizado por la visión, el Bibliotecario avanzó hacia la luz con los ojos muy abiertos y las manos temblorosas de emoción. Pero el corazón se desvaneció frente a él, y de más allá de la luz emergieron una serie de figuras. Una de ellas le resultó familiar. Era el bárbaro, pero su forma había cambiado sutilmente. Ahora era aún más alto. Sus ojos despedían un fulgor verdoso, al igual que sus compañeros, y sus pieles rugosas brillaban con el frescor del musgo cubierto de rocío. Eran seres arbóreos, elementales de la Naturaleza.
El Bibliotecario retrocedió aterrado y escuchó las palabras del gigante en su mente:
“Has podido vislumbrar aquello que tanto anhelabas, pero eso que tanto deseas está fuera de tu alcance. Ninguna fuerza humana puede dominarlo. Su luz y su pureza permanecerán siempre lejos de la mezquindad, del mal y de la oscuridad. Tú nunca podrás tenerlo, y jamás saldrás de aquí.”
- ¿Me mataréis? – preguntó el Bibliotecario, mientras un frio gélido penetraba en sus huesos y temblaba con todo sus ser.
- No. La magia blanca y pura domina este lugar. Al contrario de lo que tú estabas dispuesto a hacer, nosotros no derramaremos sangre en este suelo sagrado.
El Bibliotecario gritó y se abalanzó hacia la salida, pero tan sólo encontró roca dura y afilada. La columna de luz había desaparecido, y con ella los seres. Apenas quedaban la oscuridad y la niebla, que poco a poco se fue desvaneciendo. Ya a solas, el Bibliotecario comprobó con horror que estaba atrapado en aquella caverna y supo con claridad cuál era su sino. El tiempo no era nada en aquel bosque encantado: permanecería, hasta enloquecer por la soledad y el terror, encerrado para siempre en aquella cárcel de piedra.

14 de julio de 2018

La búsqueda del Unicornio (I)

El Unicornio es uno de los animales mitológicos medievales por antonomasia. Abarcan la heráldica y la imaginería medieval a lo largo y ancho de toda Europa. Estos seres eran tenidos por animales esquivos pero muy agresivos, cuyos cuernos estaban imbuidos de un gran poder. En esta primera parte del relato podemos ver cómo un ávido buscador trata de dar con esta esotérica criatura.


Tapiz medieval, serie titulada "La Dama y el Unicornio".
Hacía más de un siglo que no se escuchaban noticias de la aparición de un Unicornio. Estos animales no dejaban de ser un mito para la mayoría. Las abuelas hablaban de ellos en cuentos a la luz de la hoguera para asustar a los niños crédulos; los campesinos rumoreaban sobre ellos en los días de tormenta cuando, malograda la jornada, pasaban las horas en charla ociosa, entre viejas historias y rumores. Pero en esta ocasión las noticias parecían ser ciertas, y los astros y el color de los vientos de magia parecían corroborarlo.
El mago Bibliotecario había leído sobre ellos en los ajados volúmenes de la biblioteca que custodiaba. Los Unicornios, como otras criaturas ferales, eran producto de la condensación de la energía mágica desprendida de la Luna y el Sol. Los grabados los representaban como unas bestias fabulosas, con el lomo y las patas de un carnero y la testuz de un caballo. Su tamaño variaba según la fuerza de la energía, al igual que su cuerno, que crecía torcido en espiral y su longitud era pareja a su poder. El cuerno, junto al corazón, eran los elementos más valiosos del Unicornio y podían ser utilizados en inúmeras pociones y hechizos, siendo objetos valiosos a la hora de elaborar la piedra filosofal, que convierte el plomo en oro.
El Bibliotecario abandonó su reclusión en la Torre donde estudiaba y guardaba su preciada colección de libros, herencia de su maestro y de incontables sabios anteriores, y se puso en camino con el fin de seguir el rastro que había encontrado. Cerró las puertas con sortilegios de engaño y confusión y rodeó el lugar con un encantamiento de singular poder para evitar que fuera descubierto. La lectura de los astros y de las cartas de tarot le habían indicado que la pista debía buscarse en el rincón occidental del Mundo. Para escapar de los molestos viajeros y caminantes decidió avanzar en paralelo a los caminos o directamente campo a través, ayudado por hechizos de guía para no perder el rumbo. En las posadas y casas de huéspedes en las que se detuvo a pernoctar, inquirió vagamente por extraños portentos a cazadores y tramperos y otros buscavidas. En esa región sólo pudo escuchar tonterías sobre seres del bosque y plantas de mandrágora que corren y chillan. Tras descubrir que sus pesquisas no resultaban de ninguna utilidad, un hechizo de olvido apenas murmurado evitaba que aquella gente recordara haber hablado con él. 
En las Medianías, junto a una extraña torre sin ventanas, encontró la primera pista consistente. Se entrevistó con un sabio casi ciego que le dijo tener información precisa sobre el Unicornio. Según él, todos aquellos que quieren hacer daño a esta criatura la buscan en vano, ya que su pureza mágica rechaza la maldad y nubla los sentidos de aquellos que quieren atraparla. Tan sólo una doncella pura, sin pecado en su corazón, es capaz de atraerla. El Bibliotecario se río de él, acusándole de ser un necio por creer consejas de viejas, aunque supo que había verdad en sus palabras y las recordó bien. Cuando el sabio le dio la espalda tras despedirse, lo apuñaló: quería eliminar cualquier indicio real y a cualquier competidor en su búsqueda de aquella bestia encantada.
Las pistas guiaron al mago más hacia el Oeste, hacia las tierras de los ríos habitadas por orgullosos y decadentes caballeros, que aún se guiaban por los ridículos principios del honor y el valor de la palabra dada. Esta región rezumaba agua y niebla y en ella la energía Lunar depositaba su reflujo de poder etéreo con más fuerza. Era por tanto un lugar idóneo para que pudiera manifestarse el Unicornio. Acudió a todas las tabernas y hospedajes de pueblos abigarrados tras altas murallas de piedra y gastó hasta la última moneda de su zurrón en invitar a los cazadores que alguna vez habían tratado de capturarlo o lo habían visto, o que decían conocer a alguien que lo había intentado. Todos contaban hechos increíbles, pero el Bibliotecario sospechó, por las palabras del sabio ciego, que podían ser ciertas. 
Decían haber visto cómo las flechas se detenían vibrando en el aire cuando se aproximaban al blanco. Al perseguirlo, sin importar cuanto azuzaran a los perros o clavaran las espuelas en los flancos de sus corceles, la criatura permanecía siempre en la misma dirección; los caminos cambiaban, torciéndose y enredándose a su paso, e incluso las veredas conocidas se convertían en un laberinto confuso del que ni los monteros más avezados saben salir. También comentaban entre susurros que algunos habían enloquecido, e incluso desaparecido sin dejar rastro. Otros llegaron a afirmar que la criatura no era en realidad un Unicornio, si no que oculta su verdadero ser adoptando una apariencia diferente según los ojos que lo ven. 
Tras recabar toda aquella información, el Bibliotecario pudo por fin concebir un plan  maestro. Meditó que sería necesario buscar una escolta que le desembarazara de los posibles peligros de la búsqueda y que recibiera en su lugar lo peor de la aventura en caso de enfrentarse a un riesgo mortal. Ese escolta sería quien llevara a cabo la caza de la bestia. Teorizó que, si el cazador ignoraba su cometido, es posible que la magia defensiva del Unicornio no actuara sobre él hasta que fuera demasiado tarde. Solicitó a varios de los individuos a los que entrevistó que le hicieran de guía y buscó a otros personajes de peor calaña que quisieran acompañarle. Pero incluso los más malcarados rehusaron el trabajo cuando supieron de qué se trataba.
Rezongando por la cobardía de aquellos hombres tan simples y despreciables, tuvo que enfilar, él solo, por entre aquella tierra de vastas llanuras encharcadas y de largos atardeceres de luz mortecina, hacia el Bosque Innominado que se extendía en la línea del horizonte. Aquella boscosidad limitaba las Tierras de los Ríos de las Tierras del Sueño, donde ningún humano había estado jamás, ya que las olas del mar que rompían en sus costas inducían al letargo perpetuo a todo el que pudiera oírlas. Incluso el rumor lejano del oleaje había conferido a toda la región una quietud y un sentimiento de pausa, como si la luz y el tiempo vivieran en una eterna somnolencia. La magia que pendía en el aire hacía de aquel lugar idóneo para la manifestación de la criatura.

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